El hombre y la tierra, aparte de que ahora mismo nos suene en los cerebros la tonadilla de Felix Rodríguez de la Fuente, son la relación más básica de la historia de la Humanidad. El primer alimento que prepara un individuo humano desde que el tiempo es tiempo, es una croqueta con tierra mojada -barro, claro- y se la come. Por supuesto, escupiéndola después, puesto que uno es un niño, pero no idiota.
Después, ese individuo que somos todos los seres humanos de la Historia, aprendemos, que labrando la tierra, crecerán en ella berzas, cebollas, nabos y toda clase de manjares y lindezas que llevarse -ahora si- a la boca. La patata no la incluyo, porque para un 75% de la Humanidad es un alimento que no llega a los 700 años de historia; y en cuanto al hecho de que estos manjares compongan uno mayor acompañando un chuletón o un buen estofado de venado... no es el tema hoy.
Si hacemos un salto en la Historia, descubriremos el dominio adquirido por la especie para conseguir hacer dos acciones que aprendió para comer, en pos de una tercera que mejore la experiencia alimenticia. Usar el amasado del barro (sin comerse lo amasado) y el horneado o paso por el fuego (sin que sea un alimento) para conseguir elaborar recipientes y vajillas en las que lograr que la experiencia de comer se pueda hoy, pasado el tiempo, estudiar como ciencia en un Universidad (sí, ya hablaremos de ello en un próximo capítulo de esta sección).
Como bien comenta un amigo en tono jocoso, qué importante son las cosas bien hechas, bien presentadas, con su cazuelita de barro...
Si os cobran por una sopa de ajo, ahora que llegan los fríos, y no os la sirven en barro, como se debe... tenéis derecho a escupir al responsable a la cara con desprecio, que lo sepáis.
Pero, a día de hoy, que entendemos que un plato de judiones de La Granja o un buen cochinillo asado se merece y necesita del chirriar del cubierto en el plato de barro cocido, o que sabemos apreciar un sorbo de infusión o café poniendo los labios en porcelana, frente al cristal o la loza... ¿Qué más aporta hoy la arcilla a nuestro mundo gastrónico?.
Hace unos días, se obsequió a mi arsenal de útiles de cocina, queridos amigos, con un nuevo afilador. Imagino por bien sabido por todos, que al igual que cualquier creador debe tener sus propias herramientas y gustos para ellas, en mi caso, los cuchillos son algo esencial, y por lógica, el afilador. Sabiendo que la sacrosanta Ikea gozaba de buenos y asequibles útiles, lo que no me esperaba es que existieran afiladores de cerámica.
Lo primero es pensar... ¿cómo narices puede un pedazo de barro cocido afilar un cuchillo de acero? Y, amigos, vaya si afila. Conocía la existencia de cuchillos cerámicos y sus propios afiladores, pero no de afiladores de cerámica para cualquier tipo de cuchillos. De los cuchillos, podríamos pensar que es más lógico, puesto que si somos capaces de que nos duela más el corte que nos hace un folio en la piel, que el de un buen filo... (quisiera ver vuestras empíricas caras, con la grima que os ha dado imaginaros el corte del folio, jajaja) no deja de ser una herramienta totalmente útil y usada desde los tiempos prehistóricos en que el sílex era más peligroso que la piedra que lo tallaba.
Por concepción, el afilador o el cuchillo cerámico, debe ser más ecológico, natural e higiénico que el acero o cualquier metal. Pero, su cerámica eficiencia se ve lastrada por el hecho de ser capaz de cortar en dos el lomo de un cerdo de un solo corte, o acaso afilar la Tizona del Cid Campeador hasta que sea capaz de cortar un café de un mandoble... por el triste hecho de que como se te caiga de la encimera, la cagaste Burt Lancaster.
Por eso debió ser que tras la Edad del Hierro y la Edad del Bronce, no vino la Edad de la Porcelana, que nadie se imagina a Arturo sacando la mítica Excalibur Porcelanosa de la roca, y que estando sudada de todos los esfuerzos de anteriores caballeros, se le resbale y a tomar por saco el mito artúrico...
Y llega ahora, para los sofisticados tiempos que vivimos, que esa Edad de la Cerámica, se regala asequiblemente en los cupones de la prensa, para que probemos todos el último grito: la batería de sartenes de cerámica que nos comienzan a invadir. Sin olores, sin que se pegue, sin que puedas apilarlas y hacer estruendo para sacar la de hacer los huevos fritos de uno en uno, porque como se te caiga del cajón... leches. Sí, como véis, ni de las sartenes ni del cuchillo cerámico me tengo aún por partidario. (Nunca digas nunca jamás: señores fabricantes, atosíguenme con muestras gratuitas a ver si son capaces de doblegar mi juicio).
Y, lo que seguro que no sabían ni se creían, es que ahora. Sí, en pleno siglo XXI, volvemos a indagar e innovar en el futuro de la creación gastronómica... para volver a comer barro. Como cuando éramos peques.
En mi de momento no muy extensa -pero por falta de espacio- biblioteca gastrónica, figura un muy querido ejemplar de la serie de libros de creación culinaria de uno de los pilares de la cocina moderna internacional, Juan Mari Arzak. Quien seguramente podamos considerar como el primer cocinero que se tomó tan en serio a sí mismo como jefe de cocina, que como artista y creador.
En su muy recomendado libro "Secretos", encontramos su trato e investigación sobre el uso de la arcilla blanca, Caolín, la que cuece la porcelana más pura, como un ingrediente más con el que trabajar.
Su bombón de arcilla blanca, o la merluza con arcilla, son platos que uno no quisiera perderse, pues con sólo mirar los pasos de preparación, huele ya que alimenta, y quiere uno entregarse a los placeres del dejarse sorprender.
Y eso, el sorprender gratamente, es lo que esperamos seguir haciendo desde vuestro fogón virtual favorito. Aparte de haceros entrar el apetito, esperamos no haberos dejado de piedra, sino de barro.
Hasta la próxima.
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